D E U N A

Sitio destinado a proponer puntos de vista sobre la contingencia, analizando los acontecimientos que dan forma al diario vivir entre los chilenos.

Monday, October 09, 2006

LOS GIRARDI DE NUEVO…

“No son tiempos para autoritarios,no son tiempos para quienes no quieren escuchar”.
Presidenta Michelle Bachelet, en el día de su cumpleaños.
Telediario, La Red, 29/09/06.
Patricio Araya G.
Ex Editor General Periódico “El Cerro”
Mi difunta abuela Sabina solía decir que cuando “la pelá” anda cerca, fijo que se lleva a tres al hilo. Con el despido de la última Directora de Desarrollo Comunitario (DIDECO) de Cerro Navia, la Asistente Social, Verónica Zorrilla, este adagio se quedó corto, pues ya somos cuatro los finados que se ha llevado “la pelá”, tras su paso por la comarca de Don Vito, el verdadero amo y señor de esos pastizales.
En agosto, este humilde futuro famoso periodista, se convirtió en el segundo eslabón de una saga –o de la “matanza anual” de los Girardi– que había comenzado meses antes con el despido de la Directora de Salud, y que los postreres aires dieciocheros se encargaron de completar con otras dos leales colaboradoras de la alcaldesa-antropóloga-hermana de Don Vito-pretendida diputada por el distrito 18.
En lo que va del año 2006, cuatro profesionales hemos corrido la misma suerte en esa com(o)una-familia. ¿A qué debemos esta tendencia? La respuesta: desgobierno comunal. Para nadie que conozca a la alcaldesa Cristina Girardi –como sus ex colaboradores–, es un misterio que lo de ella no es precisamente la vocación por el servicio público lo que anima sus días. Todos sabemos que no está cómoda en su cargo. Muchos nos hemos enterado de sus enfermizas ansias de llegar al parlamento; del mismo modo, conocemos las razones que se lo han impedido. Sabemos que fue su hermano –jefe de la familia–, quien la obligó a recular ante el inminente triunfo de la oposición en la elección municipal de 2004, conminándola a inscribirse para una contienda que la hastiaba de antemano. De allí en adelante, todo ha salido mal. Muy mal. Los principales perjudicados han sido los vecinos de Cerro Navia.
Basta ya de echarle la culpa al empedrado, señora Cristina Girardi. No son sus colaboradores los que requieren la ayuda de bastones para caminar. Basta de descalificar a quienes se han dado el tiempo en la vida para estudiar algo. Basta de echarle la culpa a sus DIDECO por la falta de convocatoria a sus Diálogos (Monólogos) Ciudadanos. Quítese la venda de los ojos y convénzase que sus mentados Presupuestos Participativos, no son más que una farsa, en la que participa menos del 1% de la comunidad, una tomadura de pelo para los habitantes de Cerro Navia. Mejor asuma que se trata de un descarado proselitismo político permanente, que le permite a su familia estar en contacto durante gran parte de año con sus vecinos-electores, con cargo al presupuesto municipal. Un verdadero festín en nombre de la democracia.
Basta de ya de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, como ocurrió a mediados del año 2005, cuando un Contador Auditor fue despedido del municipio bajo cargos de presunta corrupción, cuando en los hechos, este profesional había descubierto un millonario fraude en la Corporación del Deporte, cuestión que motivó una posterior denuncia del Concejo Municipal a la Fiscalía. La alcaldesa debió revocar el despido y reintegrar al profesional.
Basta ya de enarbolar la pobreza material de la gente para cacarear éxitos y pertenencias impropios. Se habla de progreso y bienestar; de calidad de vida y futuro promisorio; de compromiso y tradición; pero, ¿de qué avances hablamos? Algunos ejemplos: J. J. Pérez, principal arteria comunal, es la misma desde hace 30 años, y para colmo, hoy se encuentra ad portas de ser expropiada como parte del Transantiago; la publicitada pavimentación de calles y pasajes es una obra financiada por el Estado y no por los municipios, de manera que independientemente de quien ocupe la alcaldía, el gobierno central igual lo va a incluir en el presupuesto anual de la nación; la matrícula escolar ha disminuido en 30%; la venta de alcohol, drogas y prostitución está desatada en toda la comuna; el equipo de fútbol que milita en la tercera división, juega de local en Pudahuel; ninguno de los Girardi vive en Cerro Navia, tampoco compra un solo pan en su comercio, ninguno de ellos invierte un mísero peso de los 26 millones mensuales que recaudan con cargo a la fe de los pobres, ni mucho menos, ninguno de sus hijos estudian allí, por el contrario, lo hacen en colegios del barrio alto por los que pagan altísimos aranceles. Eso de “yo nací en Cerro Navia”, ya no suena bien.
El problema no está en el estómago, está en la cabeza. La actual gestión municipal de Cerro Navia incluso podría figurar en el libro de records Guinnes como el lugar del mundo donde menos ha permanecido un Director de Desarrollo Comunitario: ¡medio día! Huyó despavorido. Ello debería bastarnos para darnos cuenta del caos y el desgobierno que asola esa administración, la que lejos de poseer un carácter técnico, está teñida por la desidia y la avaricia; por el desprecio y el autoritarismo de su máxima autoridad; por su sordera, por su loco afán de figurar a cualquier precio, para arribar a la tierra prometida: la Cámara de Diputados.
En una siguiente oportunidad ustedes sabrán qué es capaz de hacer una alcaldesa para aparecer en televisión.

Friday, October 06, 2006

EL CASO ANTUCO

Platón en Antuco

¿Qué es el alma, sino el alma? El alma es un ente abstracto, libre de las ataduras de la materialidad, alejado de la obligación de nacer para existir y de morir para trascender; el alma sólo es atribuible a una especie del reino animal: la humana. Dado que hasta el momento no se han presentado sobre la faz de la tierra otras especies alegando su tenencia o su conciencia, el alma sigue siendo una particularidad exclusiva de la naturaleza humana. Eso al menos se puede entender por el momento, en lo que va corrido de la llamada civilización humana.

La vida, aquel concepto usado para representar lo que está vivo, es decir, aquello que está sujeto a su propia evolución, suele asociarse, por extensión, al ser humano; sin hacer mayores distingos entre vida animal, vida mineral o vida vegetal. Cuando se habla a priori de vida, se hace desde la perspectiva inclusiva de la vida humana, prescindiendo, de modo conciente o inconsciente, de la vida como tal que incluye a otros reinos. Luego, la vida humana, mediante una fórmula que atraviesa culturas y épocas, no se entiende sino compuesta por dos partes: una material, el cuerpo; otra, inmaterial, el alma. No debe olvidarse que, según sea el marco conceptual utilizado para el respectivo análisis, puede hacerse la distinción entre alma y espíritu, cuestión que complejiza el asunto ad infinitud.

El cuerpo, aquella masa compuesta de musculatura (lisa y estriada), huesos y fluidos –igual como sucede en el resto del reino animal–, procede de una relación entre dos seres vivos de una misma especie y de distinto género. El cuerpo, la materia en propiedad –incluso la materia que da forma al resto de los integrantes del reino animal–, tiene principio y fin; dicha materialidad está sujeta, desde su concepción hasta su muerte, a la obligación de evolucionar. Borges, a propósito de las obligaciones, sostiene que la única que en rigor tiene el ser humano es la de morir. La materia de la que está compuesto el cuerpo, tiene un origen conocido, un momento que puede especificarse con toda lucidez. Tal época es la concepción. Su primer eslabón conocido es la conjunción de dos células, cuestión mediada por un hecho físico que ocurre de manera voluntaria o involuntaria; amorosa o salvaje. Así como se conoce su pulcro origen, también se sabe su destino: la corrupción. La necrosis de los tejidos y la descalcificación de los restos óseos, no hacen sino convertirse en las últimas huellas de lo que alguna vez fue la vida humana en términos materiales. El cuerpo es tal hasta el día que comienza su corrupción; incluso antes, producto de escisiones o mutilaciones, cuando pierde la armonía de su factura originaria. El cuerpo enferma, decae, colapsa, desaparece en las profundidades de las aguas o en las arterias de la tierra. El alma, en cambio, es ingénita e imperecedera, no nace de nada y no muere con nadie –según señala Platón–; es independiente de la existencia del cuerpo que la contiene. El alma supera con mucho la pequeñez de su continente y la complejidad de su fisiología. El tejido conjuntivo de un armenio es idéntico al de un senegalés; los senos de una mujer austriaca en nada difieren de los senos de una argentina; del mismo modo, los seres humanos, independiente de la latitud que habiten, poseen los mismos elementos figurados en su sangre; la microbiología ha desvirtuado la leyenda de que la nobleza estaría dotada de sangre azul. La sangre azul, lejos de la ficción literaria, es una forma de diferenciar la sangre venosa, rica en desechos metabólicos, de la sangre arterial, potente en oxígeno y hemoglobina.

En una senda que apuesta a la homologación genética de la humanidad, los expertos ya han dejado de lado la antigua idea de clasificar a los seres humanos en razas, como se hace con los animales. Hoy, como consecuencia de otros procesos inherentes a los cambios que supusieron dejar atrás la rimbombancia de la modernidad, para dar a paso a la posmodernidad, como la idea globalizadora de concebir al mundo como una “aldea”, ya no se habla de razas humanas que habitan tal o cual territorio, sino de pueblos que se asientan en los más diversos lugares de la tierra, de acuerdo a una determinada cultura, y a sus respectivos intereses. Entonces, si los seres humanos, a diferencia de sus hermanos animales, pese a los siglos que aun restan para difundir el ideario de la especie única, no han podido establecer grandes diferencias constitutivas respecto a su corporalidad, ¿qué hace a unos distintos de otros, incluso, dentro de un mismo pueblo, o de una misma familia?

Hasta aquí se ha sostenido una relación conceptual en paralelo respecto a la materialidad del cuerpo y la inmaterialidad del alma, conciente que en algún momento dichos conceptos, no sólo se cruzarán, sino que se entrelazarán como una cadena de ADN, para siempre, y ni siquiera la muerte podrá romper esa alianza. Entonces, ¿qué, cómo y cuándo se produce esa conjunción territorial? Platón pone en boca de Sócrates esta sentencia: “La ciencia médica tiene, en cierto modo, el mismo carácter que la retórica (…) En ambas hay que analizar una naturaleza: la del cuerpo en la una, la del alma en la otra…” Es aquí donde el alma cobra validez como elemento diferenciador, o como catalizador de las emociones que afectan la vida de las personas. El alma emerge, o desde la ambigüedad más absoluta o, desde las inagotables fuentes del conocimiento humano, o desde la profundidad del amor, y en todos esos casos, desde la belleza que hay tras ellos.

Sócrates habla de dos almas: la humana y la divina. Al hombre le basta con una. El alma es la que nutre de vitalidad al cuerpo, le da vida, lo alimenta, lo hace crecer, lo vuelve trascendente; la ausencia de funciones fisiológicas, como la respiración celular o la mutación de células de la piel, no son más que aquello: funciones. La vida humana requiere de un software instrumentalizado, dotado de ciertos patrones culturales y valóricos establecidos con antelación por otras generaciones. Tal es el alma.

La tragedia de Antuco, acaecida a una compañía de soldados conscriptos del Ejército, atrapados en la nieve de la cordillera de la Octava Región, debería servir para reflexionar respecto a una realidad, que dada su obviedad, pasa desapercibida: la indiferencia que la posmodernidad ha instalado como modo de relación social, no sólo ha conspirado contra la conservación de los valores más profundos de la chilenidad, sino que ha sentado el precedente que el discurso épico ya no tiene más vigencia que la utilizada como recurso publicitario a la hora de convocar las masas en pro de empresas colectivas, como el servicio militar, o el ingreso a las escuelas de la defensa nacional.

Chile: el país que no se ama. Así debería titular una buena crónica que recogiera lo sucedido en Antuco, allá en las cercanías de la Laguna del Laja. Pero, no sólo eso, sino, además, abrir una discusión en torno a cómo se ha manejado dicho acontecimiento. No obstante, dado que la crisis desatada a partir de estos hechos aun se encuentra en plena ebullición, tal vez no sea el momento oportuno para evacuar sentencias, sin embargo, de manera espontánea, surge en la ciudadanía (no toda, por cierto) un cúmulo de interrogantes, que, tarde o temprano, terminan hallando en sus respectivas respuestas las explicaciones pertinentes.

Por lo anterior, bajo esta premisa, es dable levantar la tesis que, por un lado, la tragedia ha tenido (a estas alturas) dos momentos comunicacionales bien definidos (y un tercero si se quiere): uno, la primera reacción del Ejército, una vez difundida la noticia en los medios sobre la desaparición de los primeros cinco reclutas, fue salir a calificar la tragedia como un hecho accidental, es decir, no hubo un inmediato reconocimiento institucional en sentido estricto, esto es, no se manifestó la intención de asumir la responsabilidad; por el contrario, miembros del Departamento de Comunicaciones de la propia institución castrense, mostraron a los medios de comunicación la indumentaria “con la que estaban vestidos los soldados al momento del accidente”, en circunstancias que los mismos medios habían mostrado fotografías de los primeros sobrevivientes, ataviados de una indumentaria para media montaña, y no para alturas como la del volcán Antuco; dos: al día siguiente, el propio Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre (CJE, de aquí en adelante), voló hasta la ciudad de Los Ángeles, sede del Regimiento Nº 17, al que pertenecían las víctimas, para hacerse cargo de la situación, asumiendo de este modo la relación con la prensa y estableciendo un mecanismo de cercanía con los familiares de los desaparecidos (una especie no institucionalizada de Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, que más adelante se explicitará), para, desde allí, erigirse como el héroe que vino desde la capital a rescatar a las víctimas de un naufragio en la montaña, ya que, “cuando se intenta una empresa hermosa –dice Platón– es hermoso sufrir todo lo que se tenga que sufrir”.

Estos dos momentos comunicacionales denotan, sin forzar mucho el análisis, la intención manifiesta de instalar un discurso retórico. “¿No es verdad que, en resumidas cuentas, la retórica sería un cierto arte de conducir las almas mediante discursos, no sólo en tribunales y demás reuniones públicas, sino también en las particulares, tanto sobre asuntos grandes como sobre pequeños, y cuyo empleo justo en nada sería más honorable cuando se aplicara a asuntos serios que cuando se aplicara a asuntos sin importancia?”, se pregunta Sócrates. La retórica que permita explicar lo inexplicable (la falta de preocupación por dotar a los soldados de mejores condiciones de vestuario y traslado, además de la marcada diferenciación social, pues, es evidente que entre las víctimas no hay sino soldados conscriptos, “perraje”, “carne de cañón”, como suele decirse), y sacar lo antes posible a la institución de los titulares de la prensa y de ubicarla al lado de las víctimas, con el propósito de evitar el juicio público y el consiguiente (aumento de) desprestigio institucional.

“¿En cuáles somos entonces más susceptibles de ser engañados, y en cuáles tiene más fuerza la retórica?”, pregunta Sócrates a Fedro; y éste responde: “Es evidente que en aquellas en que hay vaguedad”. Sócrates replica: “… el que se propone adquirir el arte de la retórica debe en primer lugar tener hecha una división metódica de estas cosas, y haber recogido ciertas características de ambas clases de cuestiones: aquélla en la cual la multitud (opinión pública en el caso Antuco) tiene necesariamente ideas vagas y aquellas en que no”. “Es claro (que) cualquier otro que enseñe en serio el arte de la retórica, en primer lugar, descubrirá y hará ver el alma con toda exactitud: si es una (la chilena, por ejemplo) y homogénea por naturaleza (Chile es un país arrinconado en el fin del mundo), o, como el cuerpo, multiforme; a esto, en efecto, es a lo que llamamos mostrar su naturaleza”. (Su carácter, su idiosincrasia, en el caso chileno). “En segundo lugar, deberá mostrar qué es lo que la hace naturalmente producir algo, y qué, o padecer, y por efecto de qué”. “Y en tercer lugar, por fin, después de haber clasificado los géneros de discursos y de almas, adaptándolos cada uno al suyo correspondiente, enseñará por qué causa un alma, de tal naturaleza determinada, es necesariamente persuadida por discursos de tal naturaleza, y otra no lo es”. (El CJE propone dos discursos: uno, para la prensa, para su audiencia; otro, para los familiares. Ambos ocurren en escenarios diferentes. Aquél, en la montaña o en alguna dependencia del regimiento, éste, en la “intimidad” del gimnasio).

En este sentido, el CJE ha jugado un rol protagónico. De ahora en adelante, este breve ensayo pretende relacionar la figura y la conducta del CJE, con la obra de Platón (Fedro), en tanto orador, en tanto autoridad (de algún modo ratificada por el gobierno), que surge en medio de la crisis, no para resolverla (porque, aunque se siente imbuido de un mesianismo, él, en efecto, no es Cristo para resucitar Lázaros), sino, para conducirla, sin perder el rumbo, sin dejar de ver al frente su objetivo ulterior: salvar a la institución (porque las personas pasan y la instituciones quedan; bien lo sabe él, que está a punto del retiro).

Platón habla de la belleza que hay en el fondo de la verdad, (no una belleza de las apariencias ni las similitudes); del alma, como motor de la inteligencia humana; de la justicia que los hombres pueden reclamar para restituir su felicidad; de la impronta discursiva, de la necesaria dialéctica para operar la razón; de la divinidad para explicar lo metahumano (¿acaso Platón era agnóstico al declarar su incompetencia para explorar el territorio divino); de lo trascendente y de lo perecible, de lo que supera la presencia del hombre en la tierra y de lo que lo obliga (Borges) a partir; del amor y del desamor. ¿Acaso el CJE no articula “su” verdad a través de un discurso retórico (eso sí, sin un Fedro inteligente y curioso al frente) tendiente a repartir justicia aylwiniana (en la medida de lo posible) que pretende establecer una sola mirada que conforme a esa masa amorfa llamada pueblo (iletrado, pero capaz de destruirlo en la medida que él le permita constituirse como fuerza organizada), que anda en los medios nacionales y en las gélidas calles angelinas lloriqueando por unos muchachos que el viento blanco se llevó? ¿Qué hace el CJE –en los últimos días– instalando una imagen de la virgen en el lugar de la tragedia? ¿Es que ya todo terminó y se selló con las lapidarias palabras del Presidente: “Estos jóvenes soldados, son héroes de la paz”? “La vista es, en efecto, la más aguda de las sensaciones que nos vienen por medio del cuerpo, pero no ve el pensamiento”, sentencia Sócrates. Las cosas entran por la vista, cree el pueblo. El CJE y el gobierno lo saben desde siempre. ¿Pretende el CJE pasar a la historia y que lo recuerden como un general que amaba tanto a sus soldados, que incluso, vistió a uno de ellos –una vez hallado su cadáver– con sus propias ropas (incluidos sus calzoncillos) y su medalla de guerrero? ¿En qué se diferencias las lágrimas del CJE a los pies del Antuco, de las de Sandra O’Rayan, en Pirque?

Es que la vida posmoderna no puede prescindir de su modo de ser: voyeurista, hedonista, narcisista, individualista. Hace dos mil quinientos años, ya Platón, sin imaginarlo siquiera, decoraba con sus premonitorios conocimientos el escenario donde los actuales hombres exhiben sus vanidades, y lo hacía desde una incomprensible homosexualidad, desde una simpleza-compleja, desde una ciudad muy diferente a la actual, desde su mentor y sus amigos, desde el alma.

Los cuerpos sepultados en la nieve han servido para despertar la porción dormida del alma nacional, aquella parte que se resiste a la desgracia de su sino y que intenta rescatar la verdad, aun en medio de las tinieblas, a riesgo de sucumbir en su búsqueda. Ya se ha mencionado a Platón como predecesor en el propósito de conceptualizar el alma como motor de la vida humana, pero también como un afanado que ve en una misma senda y en igual sentido, al alma como la inspiradora, fundadora y articuladora de la belleza humana, en tanto ésta tiene su fundamento en la verdad y no en las apariencias. Platón busca una para llegar a la otra; de la misma manera, ve en el amor, la belleza.

“Tú, pues, recuerda lo que te he dicho y ten presente que a los que aman (EL CJE ama a sus soldaditos verdeoliva congelados en la nieve) los reprenden sus amigos por juzgar que esa práctica es mala (medio mundo se ha mofado por el episodio que el propio CJE relató sobre sus calzoncillos con los que vistió el cuerpo de un soldado muerto), mientras que a los que no aman ninguno de sus parientes los censuró jamás creyendo que con esas relaciones desatendían sus propios intereses”. (He aquí la figura del ministro de Defensa, quien apenas se presentó en el escenario de la tragedia, monitoreando la situación desde su apoltronada oficinita de fin de temporada).

Sócrates afirma que “puesto que la función propia de la oratoria consiste precisamente en conducir las almas, el que se propone llegar a ser un orador tiene que saber necesariamente cuántas formas tiene el alma”, pues hay en tal cantidad y de infinitas formas como tipos de personalidades sobre la faz de la tierra, y de discursos para articular la convivencia entre los hombres, que, por un lado, aquéllos terminan, tarde o temprano, siendo seducidos por ésta, y a la vez, convertidos en sus mandantes. Por eso es que “cuando se puede decir satisfactoriamente qué clase de hombre es persuadido por cada clase de discursos, y , al encontrarlo, se es capaz de ver claro en él y de indicarse a sí mismo: “Este es el hombre y ésta la naturaleza a la que (presencia del CJE en la zona de la tragedia) se referían aquellas lecciones (de la escuela de retórica), que ahora se halla realmente delante de mí, y se le deben aplicar estos discursos determinados de este modo determinado, para conseguir persuadirle de estas cosas determinadas”; cuando, repito, se posee ya todo esto, y se conocen además las oportunidades de hablar y de abstenerse de hacerlo (qué mejor indicio de esta reflexión que cuando el CJE se hace cargo de la relación con la prensa), cuando, a su vez, se sabe discernir la oportunidad o importunidad del empleo del estilo conciso (escueta información entregada por el CJE), del estilo lastimero (llanto en cámara del CJE, arenga a los supervivientes), de la indignación vehemente (frente a los “instigadores que andan diciendo que en el gimnasio tenemos tantos muertos”, CJE), y de cada una de las formas de discursos que se aprendieron (en la Escuela Militar), entonces es cuando en toda su belleza y perfección se ha consumado el arte oratoria; antes no”. ¡Qué duda cabe! “Es evidente (…) que todo el que enseñe técnicamente a otro la elocuencia, deberá mostrar con exactitud el ser de la naturaleza de aquello a lo cual va a aplicar los discursos. Y esto será sin duda el alma”. Es decir, quién sino el ejército nacional puede conocer mejor el alma de su pueblo; ahí está el discurso de lo épico instalado en las perpetuas recordaciones de las gestas (más derrotas que triunfos) que relatan los cronistas, los historiadores que ven en el brillo de los sables de antaño la luz que guía su andar por la historiografía.

El CJE se apodera de la verdad (o lo intenta), la estatuye porque conoce su sentido y alcance; la monopoliza porque sabe que “el que conoce la verdad puede, jugando con las palabras, extraviar a los oyentes”, afirma Platón en Fedro. Y, su Alter Ego, Sócrates, ahonda en el tema de la verdad, la sigue, está en búsqueda de la belleza que hay en su esencia. “¿No es verdad que para que una cosa esté bien dicha, la inteligencia del que habla debe conocer la verdad sobre aquello acerca de lo cual va a hablar? (…) el que tiene la intención de ser orador no necesita aprender lo que en realidad es justo, sino lo que parece justo a la multitud (la opinión pública), que es precisamente la que juzgará; ni lo realmente bueno o hermoso, sino lo que parece; porque es la apariencia la que produce la persuasión, no la verdad”. “Verdad: (es) la realidad que verdaderamente es, sin color, sin forma, impalpable, que sólo puede ser contemplada por la inteligencia, piloto del alma…”. Téngase presente que su ulterior propósito no es la búsqueda de la verdad, sino “salvar” a la institución; de modo que cualquier cosa que se parezca a la verdad sirve a ese fin. “Cuando el retórico, ignorando lo bueno y lo malo y enfrentándose con una ciudad (Los Ángeles) en esas mismas condiciones, la persuade, no de que hace el elogio del caballo cuando trata en realidad de la “sombra del asno”, sino de que el mal es un bien (los conscriptos son héroes de la paz), y, después de estudiar las opiniones de la multitud, persuade a ésta de que haga el mal en lugar del bien, ¿qué clase de fruto crees tú (Fedro) que, después de eso, recogerá de lo que sembró?”. Sin duda el CJE se halla en medio de esta controversia. Su propia credibilidad, su futuro, ¿acaso no han resultado hipotecados? “Mientras no se conozca la verdad sobra cada una de las cosas acerca de las cuales se habla o escribe, mientras no se sea capaz de definir cada cosa por sí misma, y una vez definida, se sepa dividirla de nuevo por especies hasta lo indivisible, y se pueda discernir de este modo la naturaleza del alma, y descubrir la especie de discurso que se adapta a cada una para establecer y ordenar el discurso y presentar al alma abigarrada discursos también abigarrados que armonicen con todo, y discursos sencillos al alma sencilla, no será posible manejar con arte, en la medida en que su naturaleza lo permite, el arte oratoria, ni para enseñar, ni para persuadir…”

A estas alturas, a nadie le cabe dudas que, por un lado, junto al primer soldado muerto, otros cuarenta y cuatro corrieron la misma suerte que él, en el mismo lugar y a la misma hora; y por otro, que fueron hallados de la misma forma. Es decir, con el fin de evitar un impacto comunicacional más terrible aun, “la carne” fue sacada de a poco del congelador. El asunto es tan dantesco, que la única analogía posible para connotarlo, pasa por el ejemplo de ir sacando poco a poco del congelador la carne para el mes. Muchos cadáveres, muchos ataúdes, mucho llanto, mucha rabia, mucha desesperación y una enorme crisis que se vuelve inmanejable. El CJE no ha hecho sino lo que el propio Sócrates le comenta a Fedro: “Que (ni aun) los hechos deben exponerse en ocasiones, si no se han realizado de un modo verosímil, sino sólo las verosimilitudes, tanto en la acusación como en la defensa”. De este modo, la actitud asumida por el CJE hasta posee una rasgo de racionalidad institucional. Mientras más dilata y menos espectacular resulte la entrega de información, la propia pena de los afectados acabará relativizada en (por) los medios de comunicación.

¿Cómo se relaciona el CJE con los familiares en el lugar de la tragedia? He aquí un tema pendiente. La tragedia de Antuco se proyecta hacia lo social en dos sentidos: uno, para quienes durante la dictadura de Pinochet estuvieron de su lado, ésta no tiene otra connotación que la dada desde el periodismo informativo, esto es, se trata de un hecho, de un suceso, de un accidente, y en último caso, de una “desgracia”, que puede ser tratada, por qué no decirlo, desde la infalible filosofía informativa de la pirámide invertida; dos, para quienes estuvieron en la trinchera de enfrente y que saldaron la época con una dolorosa historia de detenidos y desaparecidos, “la desgracia” de estos conscriptos tiene una doble lectura, que va desde la propia conmoción empática, que se detiene en la venganza insana de la mentada justicia divina de que tarde o temprano el malo recibe un poco de su propia medicina, hasta el espanto de presenciar en televisión cómo el CJE se confabula con los mismos medios (quienes no denuncian la situación, pese a lo evidente) y con su alto mando, para hacer aparecer de a uno a sus soldaditos enterrados en un trayecto demasiado conocido, como para hallar una aguja en un pajar.

¿Qué respondería Platón frente al caso Antuco: “…si un hombre débil, pero valiente (los familiares), que ha golpeado a otro, fuerte y cobarde (el CJE, léase en este caso, Ejército de Chile) y le ha quitado el manto u otra cosa cualquiera (su apoyo, su credibilidad), es conducido a los tribunales (justicia militar, con ministro en visita de por medio), ni el uno ni el otro deberá decir la verdad (silencio cómplice mediado por la entrega condicional de indemnizaciones); sino que el cobarde deberá decir que no ha sido golpeado por el valiente solo (el CJE dirá que el Ejército no sólo ha sido golpeado por la rabia de los familiares, sino que éstos se han hecho acompañar en sus sentimientos por el repudio de la sociedad, y que ha sido también ésta, la que lo ha golpeado con más fuerza); y éste, replicar por una parte que ambos estaban solos (de hecho nadie más que los familiares saben que sus hijos ingresan a la milicia, es una relación bastante privada), y, por otra, recurrir al conocido argumento: “¿cómo iba a atacar un hombre como yo a un hombre como él?”. Aquél, a su vez, no confesará entonces ciertamente su propia cobardía, sino que intentará decir alguna otra mentira para replicar a la parte adversa”.

Hasta hoy la opinión pública aguarda por una explicación. Nunca la habrá. Chile es el país de los consensos y de los empates morales. Ahora que el viento blanco ya no sopla tan fuerte en Antuco, y la atención periodística volvió a volcarse sobre su Alter Ego (la ciudad de Santiago y su devenir), y la pena de los padres se ha ido suavizando al calor de un fuego encendido con el dinero de sus muertos, es muy probable que las banderillas enterradas en la nieve para señalar cada uno de los cinco cuerpos restantes, comiencen a desaparecer, a hundirse en su propia vergüenza, a ocultar su propia “verdad”, para, así, sumar un nuevo capítulo a la impresentable historia de desapariciones forzadas de personas, cuya única debilidad fue amar una patria que, no sólo no se ama a sí misma, sino que, no ama a su pueblo.



BIBLIOGRAFÍA:

Platón FEDRO, Ediciones EUDEBA, Buenos Aires, 1955


CARACTERIZACIÓN DEL PENSAMIENTO MODERNO

…“el reloj no es sólo un medio para llevar la cuenta de las horas,
sino que también un medio de sincronizar las acciones de los hombres”.
Mumford
Caracterización del Pensamiento Moderno


¿Qué se dirá de este tiempo en los cuatro o cinco siglos siguientes? ¿Qué elementos constitutivos de la civilización actual serán considerados en el futuro para caracterizarla? Tal vez se hablará del velcro, de la digitalización de las comunicaciones, del bikini, del pan integral, de Chernobyl, de la ruinosa plaza de San Pedro, de las grandes epidemias que devastaron el continente africano, de las multisalas de cine, de la obesidad mórbida, del individualismo, de la violencia intrafamiliar, de las falencias culturales que desataron la debacle, o sea, se hablará del consumo. Y, qué duda cabe, se lo hará con el mismo desparpajo con que hoy se habla del barbarismo medieval; y tal como se hizo desde allí, con el barbarismo feudal surgido de las ruinas de la civilización grecorromana; tal como se hizo desde la Roma imperial con los pueblos bárbaros del norte europeo. A estas alturas, a nadie debería sorprender la falta de concordancia entre lo descrito –a su turno, cada quien, desde su perspectiva actual, considera superada la barbarie–, y la conocida aseveración de que todo tiempo pasado fue mejor.

Cada vez que se observa el pasado desde el presente, se lo hace desde una perspectiva dotada de cierta arrogancia, que desprecia al mundo previo, entre otras consideraciones, por su salvajismo; sin entrar en la discusión de que muchas veces ni siquiera se considera al futuro como una posibilidad. La reflexión sobre quién vio el mañana, es bastante común para explicar la vocación por el presente. “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”
[1].

No obstante esta advertencia del historiador inglés, no deja de resultar incómodo hablar de una cierta época de la historia de la humanidad, como si ésta fuera lo mejor o lo más innovador respecto a su pasado inmediato, y de paso, como lo que resolvió de una plumada los problemas del pasado. En este sentido, pese a lo exitoso que ha resultado para el desarrollo de la civilización posmoderna, el modelo social surgido de la tensión entre el pensamiento medieval y la Modernidad, tampoco debe hacerse abstracción de sus vicios y deudas.

Es cierto que la Modernidad rompió con todas las estructuras sociales del Medioevo, partiendo por su cultura teocéntrica, e impuso un modelo cercano a la perfección, que permitió el desarrollo de las ciencias y el conocimiento, con todos sus atributos científicos y tecnológicos. Sin embargo, con toda seguridad, los hombres del futuro verán los siglos posteriores al descubrimiento de América, como los de un nuevo salvajismo: el del capitalismo, y el de la destrucción del hombre por el hombre. Y, parafraseando al propio Hobsbawn sobre uno de sus últimos siglos, lo visualizarán como “la era de las catástrofes”.

Al hojear en las páginas anteriores de la historia, encontrarán su antecedente inmediato: la introducción del concepto de economía de mercado y de la preponderancia del dinero medieval, que redujo a mito y leyenda el rudimentario sistema feudal. En páginas mucho más viejas, hallarán a los recaudadores romanos de impuestos, y en sociedades menos evolucionadas, la necesidad de matar para comer. El círculo se cierra.

Si bien, la imprenta, el reloj, los instrumentos de navegación, las máquinas a vapor y la novela, vinieron a darle sentido y valor al tiempo, seguridad a la expansión territorial del mundo europeo, desarrollo revolucionario a las economías, y protagonismo al hombre común en el relato literario, también es cierto que estos íconos de la Modernidad se constituyeron en la base de sus deméritos.

Este fenómeno universal llamado Modernidad, que alcanza los confines de la tierra gracias al desarrollo de los instrumentos de navegación y al espíritu expansionista de sus naciones, que desacraliza a su mundo anterior, desatando la crisis de autoridad en el cerebro del añoso animal feudal, y que no reconoce otra autoridad que no se fundamente en la razón, entra en conflicto con el binomio verdad revelada-conocimiento a través de la duda. Desde allí crece y se sostiene por si mismo, en el llamado conocimiento científico.

Debido a su característica secular, la Modernidad critica los modelos anteriores basados en la fe. “La sabiduría de la incertidumbre reemplazará la sabiduría de la fe”.
[2] Y dado que cada área del conocimiento genera sus propias validaciones, el elemento de la fe aglutinadora que perfecciona en una sola voz lo bello y verdadero, se desploma para dar cabida a una mayor pluralidad y tolerancia sociales y políticas. El pensamiento moderno se estructura desde la epistemología, mucho más que desde la metafísica medieval como fundamento. La preocupación por resolver la duda ancestral sobre el origen del hombre, cede su espacio a la preocupación por resolver los nuevos problemas del conocimiento (Echeverría).

La Modernidad, a su vez, está llena de contradicciones. Por un lado, está preocupada de la consolidación del poder como ejercicio de la autoridad política (Maquiavelo), y por otra, promueve el concepto de movilidad social articulada por el mercado y sus leyes de la superación personal, en el marco de una economía industrial y un modelo de vida urbana que late al ritmo de las manecillas de un nuevo invento: el reloj. Invento que no sólo mide el tiempo, sino que actúa como bisagra entre el trabajo del hombre y la productividad. Los antiguos signos y valores que rendían culto a la divinidad, obran de manera muy diferente en la mente moderna, modificando la relación de dependencia con aquello que estaba en las alturas, más allá del alcance humano (metafísica), con lo que ahora es cuantificable, en términos de valorar su magnitud. La distancia entre lo humano y lo divino, se estrecha. El mundo es vasto y explorable. Poco a poco la ciencia va reemplazando la concepción antigua de un mundo geocéntrico, por la idea de un planeta en medio de un sistema (teoría heliocéntrica), que lo incluye casi por azar.

La invención de la imprenta y su propagación, sacarán el conocimiento desde las abadías para llevarlo a las personas. Esta arista de la Modernidad, es el embrión de la masificación cultural, de la sociedad de masas. La Modernidad es el tiempo que la lírica reemplaza al canto épico. Son las historias personales las que ocuparán el lugar de los Rodrigo Díaz de Vivar, de los Héctor, de los Paris.

[1] Eric Hobsbawn, Historia del Siglo XX, Grijalbo Mondadori, Barcelona 1995
[2] Rafael Echeverría, El búho de Minerva

LOS JUEVES DE LONDRES 38

“No quiero vender mi historia”


¿Sabía usted que el número 38 de la calle Londres, en Santiago de Chile, ya no existe?
Se lo llevó el loco afán de aquellos que pretenden olvidarlo todo para empezar de nuevo, para escribir una nueva historia sobre las blancas páginas de su impunidad. Intente buscarlo en los sitios
www.tesoreria.cl o www.sii.cl, y se llevará una sorpresa. Incluso, existen algunos patudos que pretenden rematar un inmueble, signado con el inexistente número 40 de la misma calle, sin haber construido siquiera un nuevo edificio, ni mucho menos, haber adquirido legalmente la propiedad del antiguo número 38… ¡Créalo!



Las irregulares letras blancas trazadas con la premura nocturna del spray juvenil sobre la añosa puerta de Londres 38, hablan por treinta y tres años de dolor e impunidad:”No quiero vender mi historia”, se lee a todo lo ancho de la entrada de la que fuera la fatídica cárcel clandestina que funcionó en Londres 38, durante la dictadura militar. Sobrevivientes de ése Aushwitz criollo, acompañados por parientes de las víctimas, por amigos y abogados de derechos humanos, se dan cita un jueves de febrero, como tantos otros jueves desde hace mucho tiempo, para expresar su rechazo al intento de traspasar la propiedad del inmueble a manos privadas, y exigir que sea entregado para habilitar un museo en memoria de los que allí fueron asesinados por agentes del Estado chileno.

“No quiero vender mi historia”, no es sólo un grito de auxilio que surge desde el tiempo infinito que transcurre a cuenta gotas al interior de esa infausta casona, habitada por fantasmas y un “guardia” que no responde al llamado del timbre, es una voz que nos conmina a recordar que muchos podríamos contarnos entre los que un día traspasaron ese umbral que marcó la diferencia entre la vida y la muerte. Cientos de velas encendidas por los asistentes sobre el lomo de las barandas, en las salientes de la construcción, asidas a los muros como caracoles, marcan con su fuego los encendidos discursos de sobrevivientes, familiares, amigos y abogados que claman para que la antigua cárcel pinochetista no sea rematada y vaya a parar a manos de terceros que la conviertan en quién sabe qué. Banderas del MIR y una chilena presiden los discursos. El febrero santiaguino entibia la noche y el dolor eterno entumece el alma. Dolor inacabable para cientos de miles, indiferencia asegurada para tantos otros.

La fastuosa arquitectura del barrio París-Londres, el más europeo de la capital, tienta a cualquiera. Muchos deben ser los interesados en quedarse con semejante tesoro de la “Belle Epoque” chilensis. Muchos deben sacar cuentas alegres con el botín, comenzando por el Instituto O’Higginiano de Chile, que de la noche a la mañana, se convirtió en su dueño. Por fortuna, la memoria que se resiste a morir, no está dispuesta a desentenderse de la tragedia de los que fueron ingresados ilegalmente a aquélla codiciada mansión, desde donde desaparecieron para siempre.

Bajo cada uno de los nuevos adoquines del barrio donde se ubica el ex cuartel de la policía secreta, en Londres 38, se hallan sepultadas las lágrimas de dolor y la sangre de las torturas y la muerte de hombres y mujeres que cayeron en manos de la represión. Cada uno de los contorneados rincones del barrio fue mudo testigo del horror de las detenciones, de los traslados, de los gritos, de las ejecuciones. Vender esa casa es vender una historia que merece mucho más que un acto recordatorio, es vender la historia de un pueblo dividido, es vender la sangre, las lágrimas, el dolor.

MUERE LA SEÑORA JUANITA

OBITUARIO NACIONAL
…O el cambio del personaje popular

Tenemos el sentimiento de comunicar el sensible fallecimiento de nuestra querida madre, hermana, tía, abuela y vecina, señora Juanita Olvido de la Buena Esperanza Miranda, acaecido en la ciudad de Valparaíso, el pasado 11 de marzo, a la edad de 76 años.

La muerte de la señora Juanita se registró a las 12:15 horas, por causas naturales, mientras observaba por televisión la transmisión del mando presidencial; sus restos fueron cremados esa misma tarde en el Museo Lord Cochrane, sus cenizas esparcidas en los cerros de la localidad de Caleu, según su voluntad.
LA FAMILIA
(de los que sobran)
La señora Juanita Miranda, quien alcanzara notoriedad pública gracias a su amistad con el ex Presidente Ricardo Lagos, era madre soltera. Su único hijo, Luis Poblete Miranda, fruto de una relación de la que nunca quiso hablar, ahora espera transformarse en Alter Ego comunicacional de la nueva Presidenta de la República, Michelle Bachelet, del mismo modo como su madre lo fue del ex mandatario.

Luis Poblete Miranda, al igual que la señora Juanita, anda ahí nomás con la comprensión de lectura, y qué decir de la interpretación de las cifras macro y microeconómicas. Por tal motivo, Luchito se muestra confiado que Michelle tenga la misma paciencia que don Ricardo tuvo con su madre, para explicarle por qué después de cuatro años, cuando concluya su mandato, él continuará siendo pobre. Su famosa madre estiró la pata y nunca pudo comprender esa gabela del “crecimiento con igualdad”, por más que se lo explicaron, desde el mismísimo Lagos, hasta su locuaz ministro Vidal. La señora Juanita nunca logró entender que su vida había cambiado para bien durante el gobierno de su amigo. En su favor, habría que decir que su escasa instrucción, le impidió asimilar semejante mejoría.

“Don Luchito”, como espera ser conocido, el hasta ahora anónimo sobreviviente de la veterana más burra y famosa de Chilito, sólo quiere que Michelle lo tome en cuenta, y que en virtud de la paridad de géneros que pregona, ahora les toque a los hombres ser los lesos de turno.

De momento, “don Luchito”, ¡pobre él!, socialmente hablando, vale hongo. Él no es ABC1, C2 ni C3. Asegura que una señorita que fue a encuestarlo, cuando su madre comenzó a aparecer en los medios, le informó que ellos eran una “Familia Puente”, y que su condición social se medía a través de un parámetro diseñado especialmente para los pobres, un tal CAS. “Don Luchito” jamás ha entendido la diferencia entre pobre e indigente, y afirma que “es lo mismo, nomás”, porque, “pal caso, los pobres siempre seremos pobres”, y que si ni fuera por la bolsita con arroz grado 3 y los fideos cafés que recibe de vez en cuando, gracias a la generosidad del FOSIS, hace rato que habría muerto de inanición.

En fin, como la esperanza es lo último que se pierde, “don Luchito”, sólo quiere que Michelle lo tome en cuenta. No es por sacarle en cara el voto. “Ojalá que la Michelita me explique sus palabras, porque, lo de burro, lo saqué de mi pobre madre, que murió esperando…”

¡Ya, poh, Luchito! ¡Siéntate a esperar!... como decía mi abuelita: se acabarán las piedras, mas los tontos, no…

ADIÓS GATO ALQUINTA

El gato y el pez

- ¿Adónde comienza la fila? –le pregunto al único carabinero que esta noche dirige el tránsito en la infernal intersección de avenida Balmaceda y Puente Independencia, a pasos de la puerta del antiguo hotel Bristol, contiguo a la ex estación Mapocho; mientras, trato de encontrar de un vistazo la punta de esa hebra humana que se teje con nostalgia y emoción desatadas por la repentina partida del vocalista y fundador de Los Jaivas, cuyos restos mortales son velados en la nave central del ahora Centro Cultural Estación Mapocho.
- No sé, me imagino que debe ser por allá –el hombre de verde me señala la explanada en el frontis de la estación. Y luego, me ordena: Avance por favor.
Son las diez de la noche del viernes 17 de enero de 2003. Durante todo el día, la televisión chilena ha estado cubriendo ininterrumpidamente las alternativas del velatorio más espectacular del siglo. Ya a las ocho en punto los dos matinales se disputaban, despacho a despacho, la primicia por transmitir en vivo y en directo la llegada del féretro. Supongo que el multitudinario velatorio sólo puede compararse con las exequias de Don Tinto, allá por los años cuarenta, cuando los chilenos éramos pobres y unidos. Antes del mediodía, los diferentes medios de comunicación ya calculaban en unas cuarenta mil las almas que habían desfilado frente a la urna. Para la medianoche, se esperaba que la cifra llegara a cien mil. Todos los que han desfilado antes que yo, desde la mañana a la noche, lo han hecho para convencerse por sus propios ojos que la noticia transmitida como extra de prensa, a eso de las seis y media de la tarde del miércoles 15 de enero, era verdad: al atardecer del miércoles aquel hombre albo, transparente, de larga cabellera plateada por la experiencia, de ojos inmensos, profundos y azulosos como el mar, que cantó en las alturas de Macchu Picchu y que en sus últimos días se paseó por el alto Bío-Bío, que cantó a los cuatro vientos su rebeldía juvenil, que renunció a la riqueza prematura y a la publicidad incierta, estaba muerto. En pocas horas su vida entera pasó de la admiración a la devoción. Sin embargo, su historia nos ha quedado trunca.
Me deslizo por los alrededores de la estación Puente Cal y Canto del Metro. Junto con terminar de extraviar al policía confuso y de estrellarme a cada momento con personas diversas que se desplazan en múltiples direcciones, me aboco a la tarea de dar con la última espalda de esa inmensa fila que se contornea una y otra vez. Observo estupefacto a estos miles de peregrinos que esta noche no sólo acuden al velatorio del cantor popular, sino que también, de alguna manera, lo hacen para velar su pasado.
Atravieso el puente. Esquivo a vendedores ambulantes que, aprovechando la pena colectiva y el fervor de todos quienes sentimos que esta noche hemos perdido algo muy nuestro, venden de todo: cintillos con la marca de Los Jaivas; entremedio aparecen algunas poleras estampadas con un Che aburrido, cansado ya de salir tantas veces al baile. Una mujer flamea un mástil de plumavit aguijoneado por cientos de brochetas de las que cuelgan pequeñas banderas chilenas estampadas con nuestros rostros nacionales: Víctor, Violeta, Pablo, Salvador; también hay unas fotografías de Gabriel Parra y de su hija Juanita, sí, la misma niña que tuvo que crecer a toda prisa para reemplazarlo en la batería después de su muerte.
Con la esperanza de encontrar lo antes posible el final de esta interminable hilera humana, y tras hacerle un par de fintas a los buses que circulan pegados a la vereda, a la salida del puente me encuentro frente a la ancha avenida Independencia; enseguida, el bullicio me conduce por avenida Santa María hacia el poniente. De una cosa estoy seguro: los centenares de personas que me anteceden llevan sobre sus espaldas el mismo peso de la generación que sobrevivió a la dictadura, y en sus corazones llevan mi misma pena. Algo extraño sucede. Esta noche final, la pena se expresa con alegría. Ignoro por qué nadie se devuelve si resulta evidente que quedarse hasta quién sabe qué hora, es una locura; esperar durante interminables horas sólo para entrar a la nave central del centro cultural Estación Mapocho, donde velan a nuestro difunto nacional, más que una cuestión meramente personal, es un compromiso social, es un asunto de identidad a la cual nadie está dispuesto a renunciar.
Dos mujeres con las que me crucé poco antes de mi encuentro con el carabinero desorientado, allá, al otro lado del río, frente a la explanada, ahora pasan a toda prisa por mi lado y se pierden en la oscuridad de la noche; se deslizan como dos murciélagos en la oscuridad. Metros antes de llegar al nuevo cuartel de Investigaciones, en las inmediaciones del ex centro de detención Borgoño. Finalmente encuentro la punta de la hebra. Al segundo de estar instalado como el último en aquella inmensa trenza de devotos de una edad perdida, tres hombres hacen lo mismo, y luego, otros, y así hasta perder la cuenta.
Desde la ribera norte del río Mapocho, mientras avanzo lentamente junto a los otros peregrinos, observo la estación recortada en medio de la oscuridad de la noche. Nunca antes había estado en este lugar de la ciudad, aunque muchas veces he cruzado esta zona en automóvil. Hace muchos años que no observaba tan detenidamente los detalles estructurales de la vieja estación, y de no ser porque he asistido a varios eventos culturales en su interior, tendría la misma certeza que puede tener cualquier persona que la observa por primera vez: ¡qué bella estación de trenes!. Basta abstraerse unos segundos para escuchar el ruido que hacían los trenes al entrar o al salir de ese enorme manto metálico. Parte de mi vida está escrita en los andenes de esa estación. Cada vez que regresábamos con mi madre del tribunal de menores, derrotados o eufóricos, según la cuantía del botín que depositaba papá, debíamos esperar hasta las nueve o diez de la noche para abordar el último tren expreso con destino a Viña del Mar, nuestra ciudad.
He regresado al puente Independencia; a cada rato que pasa aumenta el volumen de este enjambre humano, cada minuto que transcurre trae a otras miles de personas que luego se confunden en un tráfico interminable. Esta noche del tercer estío del tercer milenio, es una noche especial. Ya pasan de las once, sin embargo, parecen las ocho. Nadie tiene prisa, el tiempo se ha detenido y, al parecer, todos lo han notado; se detuvo la rabia que opaca la vida metropolitana, se suspendieron los asaltos a mano armada de los alrededores, los bares acallaron su voz etílica y las micros pasan más despacio y los vendedores nocturnos de helados han debido reponer el stock igual que los que venden gaseosas y los que fabrican pizzas y amasan pan a toda máquina para engordar la madrugada que se avecina. Las rencillas miserables de los otros días se han postergado para más adelante, ya habrá tiempo. Esto es como un ensayo de reconciliación. Ya nos ocuparemos de coimas y sobresueldos, de rencillas políticas y de los amoríos del verano, del festival que viene, de la parafernalia y de la economía.
El entusiasmo por entrar a la capilla ardiente es sorprendente y crece a cada minuto, nada parece detenerlo ni desvirtuarlo. Las personas que están en la fila conmigo están aquí voluntariamente, nadie reprocharía a otro si decidiera marcharse; es curioso lo que sucede: venimos a un velatorio pero todos están felices como si estuviéramos en las horas previas a las doce de la noche del año nuevo. Todos están alegres, compran claveles para el difunto como quien los compra para la enamorada, fuman, bromean, beben, y luego alguien entona una canción: “Sube a nacer conmigo hermano”, y todos lo siguen. Desde otro lugar de la fila se escucha: “Mira niñita te voy a llevar a ver la luna brillando en el mar...”, y el llanto aflora y el coñac perfuma la avenida Santa María y el viento sobre el puente se lleva los olores de la alegría hacia la cordillera.
Yo tenía casi once años cuando vi por primera vez a Los Jaivas. Fue en Viña del Mar, en el liceo de Gómez Carreño. El improvisado escenario fue un camión ripiero, no había luces ni publicidad alguna; allí los jóvenes pelucones del Guillermo Rivera instalaron su batería, sus guitarras y sus ilusiones, y nosotros quedamos extasiados con su bullanguera gritería de hippys; era 1970, o 1971, ya no importa. Mi hermano sabía mucho más de Los Jaivas que yo. Cuando regresaron a Chile, después de su residencia parisina, mi hermano apareció en casa con un long play de 33 r.p.m., un vinilo, una joyita: Alturas de Macchu Picchu. Eran los ochenta.
Un hombre en la fila voltea y me observa. Sin decirnos nada, ambos comprendemos por qué estamos allí. En las proximidades del puente, una mujer de unos cuarenta y cinco años, acompañada por sus tres hijos, nos observa a ambos. “Tengo tanta pena, pobrecito”, dice. “Somos varios los apenados, señora”, comenta el hombre. Tras veinte minutos sobre el puente ya estamos todos unidos por la misma historia. Los Jaivas unen a los chilenos que nacieron en los últimos cincuenta años, incluso a los que están por nacer. Sin embargo, tengo la impresión que la muerte de su líder no sólo marca con su sello indeleble a su propia banda y a sus parientes y amigos personales, sino que también afecta a esos millones de chilenos que nacimos con él, que vivimos con él, y que de algún modo, también morimos con él. Con su partida, comienza a agonizar la generación revolucionaria de los setenta, la del romanticismo de la floreada paz que sacudió al mundo de la guerra fría; con su muerte, los chilenos, los que conocimos la antigua democracia, la dictadura y la nueva democracia, podemos certificar dos hechos consecutivos: primero, decimos adiós a los años del socialismo utópico, al que no necesariamente él representó, pero que simbolizó con su indumentaria musical y melenuda; segundo, nos rendimos ante la ignorancia insulsa de los nuevos chilenos peregrinos de los malls, que no leen sino insertos de grandes tiendas, cuyo estilo de vida individualista convierte en utopía la mera idea de vivir como antes: todos juntos, cuando éramos más pobres y unidos.
El adiós que venimos a brindar esta noche al hombre de la voz suave y los versos potentes, es más que eso, es lejos, el adiós a una era. Pero este adiós también cumple dos propósitos conexos. En primer lugar, es un homenaje a dos muertos anteriores: Salvador Allende y Pablo Neruda. Ninguno de estos dos chilenos tuvo velatorio ni funeral masivos. Ambos partieron en medio del anonimato de aquél septiembre, cuando los muertos les quemaban las manos a sus asesinos. Salvador y Pablo fueron víctimas del desprecio y del fanatismo políticos que nos partieron en dos para siempre. No hubo homenajes populares para ellos, apenas unas flores, unas velas ardientes y unos llantos inconsolables; apenas unas viudas, apenas unos amigos. La historia le debe a estos dos hombres sus respectivos homenajes multitudinarios. Esta noche, nuestro difunto, que en vida unió a estos dos hombres en su ideario personal al abrazar las ideas políticas del allendismo setentero y cantar en el imperio de los incas la poesía del vate parralino, les rinde en el umbral de la despedida, a nombre de todos nosotros, los honores que les debemos. Esta noche, entonces, velamos a tres muertos nacionales, velamos a Eduardo, a Salvador y a Pablo. Y segundo, pagamos con sentida alegría la deuda de gratitud que le debemos a todos ellos.
La historia convirtió en estatua al hombre de la “vía chilena al socialismo”, y hoy lo venera frente a su incendio final. El otro, el hombre de Isla Negra, de Ceilán, de Barcelona, del Mediterráneo, ése, se convirtió en pez, se hizo asimismo mascarón de proa. El hombre de esta noche tuvo el placer de seguir la huella de Neruda, siempre anduvo tras de él, oliendo la magia de su luz, transformando en música su obra, enseñándonos que había música oculta en el silencio andino de las piedras, en las cumbres nevadas de la tierra prometida que Salvador Allende no alcanzó a enseñarnos, pues durante el bombardeo de nuestra primitiva democracia setentera, las balas de la intolerancia acallaron su voz metálica.
Las horas han transcurrido a toda prisa. Ya pasan de las tres de la madrugada. Es sábado. Muchas madres han hecho dormir a sus hijos en sus regazos; he visto desfilar durante toda la noche a representantes de todos los sectores sociales, por nuestro lado circulan hombres muy humildes que visten con sencillez y mujeres que se pasean con el chaleco sobrepuesto en los hombros como quien pasea por Reñaca; algunos peregrinos hacen gala de su experiencia europea y musitan palabras en francés; otros jóvenes pasan gritando por Colo-Colo lo mismo que por el “Gato”. Estamos a metros de la entrada. Las piernas ya no dan más. Ahora el corazón ya no sólo se hace cargo de la nostalgia, también reemplaza a todos nuestros agotados músculos mientras nos promete una recompensa cuando nos enfrentemos al momento de la despedida con el gran ídolo de los setenta.
Ahora estamos en el hall de entrada de la estación. Hace muchos años estuve con mi madre en este mismo lugar. Ella ya tomó su tren. Hay personas dando instrucciones. Cesan las conversaciones. Sólo hay espacio para la meditación. Avanzamos hacia el féretro de madera. La fila única se abre en dos. Cada una enfila hacia nuestro destino. Una muchacha se acerca y me recibe las flores que compré para la ocasión. Ahí está el cuerpo de un ídolo que esta noche inicia el tránsito hacia la beatificación popular; viste una manta multicolor de huaso y una camisa blanca como su rostro huesudo. Sus mejillas sonrojadas por el maquillaje no alcanzan a disimular el rigor de la muerte. El vidrio que separa su mundo del nuestro ha sido besado y secado medio millón de veces. Sus parientes, o lo que queda de ellos a estas alturas de la madrugada, reciben mecánicamente las silentes condolencias de los anónimos amigos del “Gato”. Esperé treinta años para este momento que dura dos segundos. Así es la vida, así es la muerte. Observo el rostro tranquilo del hombre que venero, y pronuncio mentalmente unas palabras que acaban escapándose de mi boca: “gracias gatito lindo”.
El gato ha muerto. El pez se perdió en las profundidades de su mar y el médico no pudo hallar la cura de nuestro mal. El gato y el pez, ahora, descansan en la paz de su salvador, ungidos en las alturas de nuestro cielo.
Son las cinco de la mañana, pronto amanecerá.

IX CUMBRE GUACHACA

Guachaca por un día… termina forever

La cartelera cultural de mayo está atiborrada de actividades formales. Buscar y encontrar un “artista” en sus páginas es más fácil que comer pan. Entrar a un taller a tragar polvo o estornudar por causa de la trementina, o acudir a un ensayo teatral para salir ataviado de supersticiones, o ir a ver cómo las herederas de Sara Nieto levantan el muslo más allá del deseo, es entrar de una plumada por la alameda más ancha y vasta de la cultura por antonomasia. Claro, porque lo “artístico” en Chile es tan obvio, que está ligado sólo a “lo culto”, es decir, a las bellas artes. Todo lo que no sea artes visuales, teatro, danza, música, escultura, exposiciones de fotografías, e incluso, lanzamientos de nuevos libros o tertulias sobre añosas novelas, o reinauguraciones de lugares ad hoc para la cultura, no sólo no amerita un lugar en la agenda cultural chilena, sino que torna interesante la tarea de entrevistar a un “artista en su salsa”. Para hacer más entretenido el periplo, le telefoneo a una guachacha buena onda de Rengo con la que es imposible pasarlo mal.

Qué mejor entonces que la IX Cumbre Guachaca celebrada en el Centro Cultural Estación Mapocho, los días viernes 12 y sábado 13 de mayo. Tiempo y espacio donde caben y ocurren todas las definiciones posibles de lo popular, o sea, aquello que no responde a los estándares de la cultura tradicional; aquello que ha debido marginarse, o como viene ocurriendo desde hace nueve años, expresarse mediante una modalidad típica de lo moderno: una cumbre. ¡La segunda mentira más grande de este país!

Para acceder al enorme taller de su dios inventor, de su santo patrono: Dióscoro Rojas, el primer guachaca de la nación, primero hay que acreditarse en la oficina de prensa ubicada en “La Piojera”, punto de partida que conduce a la meca de lo “republicano”, soportando los estertores de un “terremoto” de mediodía, para luego hablar con Romina, una flaca buena onda y piernas ídem que entiende el periodismo y las buenas relaciones desde lo social. Salud.

La entrada al “taller” (el galpón metálico donde los intelectuales hojean libros en noviembre, y donde los setenteros lloramos al “Gato” Alquinta, hace cuatro eneros), “pa’ los periodistas, es por detrás”, nos informa un guardia de amarillo (con cara de guachaca), como los de Londres del 98, voh cachai, poh.

Como buenos reporteros, llegamos tempranito. Entumidos, grabadora en mano, cámara mini DVD dispuesta, y la digital recién comprada, sin darle mucha vuelta al asunto, y ungidos por la suerte, sin más, el mismísimo Dióscoro nos recibe entre bambalinas y la que te criaste, en el lado más lúgubre y ruidoso de la noche. Nos recibe un poco tenso. Su rostro delgado y serio no concuerdan con su voz aguardientosa; abstemio hace muchos años, Dióscoro Rojas, está ocupado hasta de los más mínimos detalles de la cumbre. Cualquiera esperaría encontrarse con un eufórico anfitrión dirigiendo su carnaval desde lo alto de la pelota, pero Dióscoro no responde a esa imagen; su delgadez, se esbeltez sesentona lo acercan más al tipo de hipotenso que anda por el mundo preocupado del frío y de cerrar las puertas, en lugar de abrirlas como lo hace él.

Aunque hace rato que la concurrencia ya sobrepasó las cinco mil almas, Dióscoro carga con la misma tensión que Don Francisco durante toda la Teletón. La tarima en que nos encaramamos para entrevistarlo, se cimbra bajo nuestras cañuelas, en medio de una noche que entume. A menos que el pipeño y las cumbias digan otra cosa.

Pese a todo, la cosa parte bien, porque, teniendo en cuenta que al guaripola Rojas le han dado con todo en los medios en los últimos días, a raíz del asunto de las lucas que ganaron el año pasado, o porque la Matilda Svenson –sueca ella–, no tiene nada de guachaca ni de chilena para ser elegida reina del evento, el mentor espiritual de las Cumbre Guachacas, tiembla cuando le ponen un micrófono al frente.

De entrada aclara que no está ni ahí con las definiciones. “Nosotros, los guachacas, no somos cartesianos, no nos interesa definirlo todo; nosotros aprendemos de la gente, eso tiene que ver más con el cuiquerío; nuestras definiciones parten de la propia gente, no aprendemos de las teorías”.
Hace nueve años este hombre que vino del sur, que ha vivido en pensiones por medio Santiago, y que poco o nada ha dejado traslucir de su vida privada, le dio el palo al gato, o mejor dicho, llegó a la tierra prometida. Su calidad “artística” consiste en el descubrimiento que hizo a través de la observación social sobre nuestras carencias. O sea, nos cachó el caldo flaco y la autoestima por el suelo. Dióscoro planteó un problema: nos estábamos quedando sin lo auténtico, al punto de que hasta la panita había sido reemplazada de la canasta que sirve de base para el cálculo del IPC, por un Microwave, o sea, un microondas oriental. Y propuso una solución: luchar contra los cuicos, a quienes sindica como los causantes de la agudización de las enormes diferencias socioculturales que vienen caracterizando al Chile de la posmodernidad, tras la irrupción del modelo neoliberal; e inventó un método: sacar a relucir la quintaesencia de la chilenidad, con estilo, por cierto. Ser guachaca no es ser marginal, rasca, chulo, flaite, punga, roto, picante, poblacional, cuma, ordinario; o sea, no es responder al estereotipo del pobre según la cultura excluyente; es mejor aún, es ser republicano, creer en lo de uno, sentirse chileno.

La idea fue y es, “el intento por construir un país donde haya una identidad distinta a la que nosotros creemos que es; los chilenos de hoy somos muy diferentes a los de hace treinta años, no tenemos que ver con los conflictos que tuvieron otros, ni con sus ideologías; los chilenos nos unimos en torno al cariño, por eso hablamos de la república; somos cariñosos, humildes y republicanos; nos unimos a través de los valores de la gente: el valor de la familia, el de un amor que compartir, el de un hijo a quien educar; tener una casita para respetarla, que sea el símbolo de la unidad familiar, para pintarla cada primavera, y a ese país, y a ese espacio, nosotros lo llamamos “Chile”, con sus costumbres; su identidad. A diferencia del cuiquerío que cree que Chile es un espacio para hacer negocio, donde se puede engañar al otro”.

Mientras la música abre un claro para escucharnos, el artista de la chilenidad declara su conformidad con lo que ve y escucha y se desentiende del halago del que ha sido objeto cuando se le señala como un hombre que atendió a una necesidad que teníamos los chilenos. Para él, vivir en lugar u otro, no significa nada. “Los guachacas somos chilenos, vivamos donde vivamos”.

Sobre el antiguo lecho del tren que tantas veces abordé con mi madre, esta noche cumbrosa (guachacosa), miles de chilenos descubiertos por el Dios Coro, saltan, danza y se empipan al ritmo de la famosa “Macondo” de Luizin Landaez, como las diminutas marionetas que alguna vez imaginó el hombre de rostro huesudo en su soledad, al calor de una estufa y un té de pensión. Esta noche de fiesta, de Dieciocho anticipado, más de algún entonado deposita sus lágrimas en el hombro de un amigo cuando escucha “¿Quién más que tú, con una pala y un sombrero… quién más que tú, trabaja en Año Nuevo… Ojalá que en el momento del adiós, te recuerden como te recuerdo yo…” Más de algún califa invierte plata y esfuerzos por doblegar la voluntad de alguna desprevenida parroquiana, de las que hay por miles bajo el humo tóxico de tabaco y petróleo. Más de alguno saldrá esta noche, tal como lo hacen las obras de un artista, hacia un rumbo desconocido o imprevisto.

Los hierros calientes de Sergio Castillo, las telas húmedas de Balmes, “La Madre” de Rodrigo Pérez o “El negro de Koltés”, o el mismo Schakespeare, o el loquero De la Parra, o la ingrávida danza de Isabel Croxatto, tendrán que esperar, o por su selecto público, o por que pare la música y el chuchoqueo en la nave central de la estación de la esperanza, para poder devolverle a las bellas artes el patrimonio de la palabra cultura. Gracias Dióscoro por el pipeño. Aunque para ser guachaca, igual ha y que tener sus buenas lucas. Salud.

LA FELICIDAD ESTIVAL DE LOS GIRARDI


VERANO FELIZ EN CERRO NAVIA:
Juegos de agua en la calle

Miles de niños de comunas de escasos recursos han pasado el calor asfixiante del verano santiaguino en sus poblaciones, achicharrándose sobre el asfalto, o ahogándose en los polvorientos pasajes y callejones malandrines de la pasta base y los cogollos, comprando helados en bolsas plásticas con sabor a detergente, persiguiendo una moribunda pelota de polietileno, o tal vez, pelándose una fruta de segunda en las ferias tardías, o haciendo piruetas en una tabla sobre el lomo de los fierros de alguna plazoleta, sin ninguna posibilidad de acercarse a la orilla del mar o de un lago, porque, entre otras consideraciones, la felicidad consumista queda muy lejos de casa; muchos de ellos tampoco cuentan con recursos para asistir a una piscina, ni mucho menos, sus angustiados padres pueden tenerles una piscina plástica en el patio colectivo del block. Para agravar aún más su endémica marginación, ni siquiera cuentan con la cultura organizativa que inventó el girardismo, para beneficio de los habitantes de la zona poniente.

Los niños de Cerro Navia, en cambio, son los más afortunados entre los pobres de los pobres. Gracias al incansable espíritu altruista de sus autoridades, no cabían en sí de felicidad durante el verano ardiente, cada vez que el carro de los bomberos de Quinta Normal aparecía por las esquinas de las poblaciones perejilientas, a esparcir su generoso chorro de lluvia fría. Semejante divertimiento era compartido por familias enteras, porque, qué duda cabe, la felicidad de los sin piscina, de los sin mar y de los sin lagos, es una cuestión que se comparte con la solidaridad del despojo y la desolación. Ante el anuncio del “vienen los bomberos”, hasta los abuelos salían a mojar sus arrugas. Incluso, los perros, que al igual que sus amos, también se encuentran organizados por territorios, aprovechaban el baño anual de la gratuita desparasitación bomberil. Hay quienes aseguran haber visto palomas y gorriones cruzar en medio de las cortinas húmedas que el viento desvió más de una vez hacia el cielo. Es más, algunos aseguran haberse cruzado con un par de gaviotas despistadas que subieron por el curso del pestilente Mapocho, desde las playas del litoral central. Una dirigente oficialista afirmó a quien la quiso escuchar, que las había enviado la propia alcaldesa, para que los vecinos supieran lo preocupada que estaba ella en su parcela de Olmué por causa de los calores atroces de la capital. Su jefa de gabinete, histérica ella, citó a la prensa para explicar que la prolongada ausencia de la autoridad, se debía a la consiguiente depresión que le causó tal preocupación por sus sofocados súbditos. Nada de eso, compadre. Las gaviotas las envío el senador. Y para que nadie ande hablando tonterías, dijo un tal guatón Farías, don Vito las envió desde México. Así que, las mentadas gaviotas son importadas. Ná de andar metiéndoles ventolera en el persa. Habrá que ver la forma de incorporarlas al próximo Presupuesto Participativo, para ver de qué modo se las conserva con vida. La idea es que duren varios años, y en lo posible que sobrevivan para reemplazar al payaso parlanchín de las campañas del senador, que ya está más trillado que el Viejo Pascuero de la Plaza de Armas. Los esfuerzos del senador, de ahora en adelante, informan desde su comando, perdón, desde su oficina, tienen que tener un efecto mínimo de ocho años. Hay que potenciar los recursos, ha declarado su jefa de presupuesto, una holandesa hirsuta que vive haciendo dieta, y a quien la hermana del patricio, no duda en reprender en sus reuniones de coordinación de los lunes.

Mientras, otros tantos niños, que no estaban ni ahí con los pajarracos corruptos del PRI, ni con los comunicados de prensa, ni los ajustes presupuestarios de las articuladores del PPD, se las ingeniaban en las plazas, o en los incontables parques con que cuenta la comuna, divirtiéndose bajo la ducha pública de la pobreza metálica, que brota a borbotones de las multicolores gargantas torcidas, que el progresismo instaló en subsidio de las piscinas, que sólo sirven para que los niños se ahoguen, se ha explicado, o para que algún palo blanco, se murmura, se amañe una cincuentena de guatones por tres estucadas de pasta muro, y uno que otro kilo de bekron, del más penca. Una piscina, o mejor dicho, una pileta municipal es como una vaca lechera: siempre da leche y carne.

En fin, en las afueras de la parroquia, o en las proximidades de la comisaría, o en las explanadas desérticas del desarrollo urbano, las madres gordas, las flacas, las peludas y las calvas que votaron por la gordi, escapan del calor, de los curas califas y de los pacos mirones, bajo los arcos de la felicidad acuosa del girardismo. La inspiración de tales arcos, explicarán las Carolinas algún día, a los hermanitos de marras, les viene de su paso por París: son una versión tercermundista del Arco del Triunfo de la ciudad luz. Igual suerte que las madres empapadas, corren sus hijas, las mismas voluptuosas hermanas de los cabros chicos que se bañan en calzoncillos, chapoteando como si estuvieran en Pucón o La Serena, y qué decir de las tías curvilíneas que mojan su miseria perfumada de Coral y Belmont light en el concurso de los vestidos mojados, que transparentan sus carnes y deseos, mientras sus hombres panzones y sin dientes las observaban desde su lujuria, a la espera de la enésima botella que el clandestino mandó fiada hasta el lunes, para ahogar la sed pachanguera.

Es el verano feliz de los pobres. Eso sí, esto no es Macondo, es Cerro Navia. Un lugar mucho más complejo que la simplona creación garcíamarquiana. Esto no es realidad. No al menos esa realidad que concita acuerdos. De serlo, más de algún iluminado del primer mundo habría bajado a estas mazmorras a contemplar esta singularidad sociológica, tal como han hecho miles de incautos que han llegado a Colombia preguntando dónde queda Macondo, causando la burla de los viejos de Aracataca. Como dijo el viejo Luckman, la realidad es una construcción social, o sea, una ideación, algo que surge en nuestra mente para satisfacer la pregunta ¿qué es la realidad? La genialidad de Gabito es haber convencido a media humanidad que Arcadio Buendía y su mujer, Úrsula Iguarán, eran de carne y hueso, y que habitaban un pueblo real donde criaron a sus Aurelianos, y desde donde Remedios la bella, se elevó a los cielos, y donde el coronel conoció el hielo.

Cerro Navia, en cambio, es pero, no es. Es decir, no es lo que se ve o aprecia, tampoco es lo que aparenta. La pobreza que se vive en Cerro Navia, es dignidad de la buena. No es pobreza en el sentido literal de la palabra. La pobreza cerronavina es tan estoica como la vida siberiana, es tan sufrida como la miseria haitiana, sólo que produce felicidad; la pobreza de estos lados, es un modo de vida que nadie está dispuesto a dejar. La gente de Cerro Navia, aunque está colmada de carencias materiales, es inmensamente feliz. Y en la consecución de esa felicidad, la familia Girardi ha sido clave. Ello explica las abrumadoras mayorías que consiguen en las urnas cada cuatro años.

Alguien podrá alejarse de Cerro Navia, pero, la impronta que produce este terruño, incluso a los estudiantes de la Alianza Francesa, es indeleble. Mejor aún, ésta es el metal con que se forjan las cadenas de una alianza imperecedera. Querer ver pobreza donde no la hay, es sedición, denunciar algún rasgo de desigualdad social, es no entender nada. Por ello, las formas de esparcimiento de la población local son tan sui generis, lo mismo que su felicidad. A la gente de la clase ABC1 esto le resulta incomprensible. Los ABC1 son muy elementales. Ellos se divierten viajando al extranjero, o fondeándose en sus balnearios privados con capilla incluida, o bañándose en la soledad de sus patios, o esquiando en la nieve de Aspen o en los picos cordilleranos del arribismo de Farellones, o haciendo piruetas arriba de una tabla en Hawai o Pichilemu, o bebiendo ron en calurosas playas caribeñas, o haciéndose servir por médicos o abogados cubanos en Varadero, o llevándose a Coehlo para reflexionar en la cabaña de Tunquén. Todo lo cual tiene su costo, por cierto. Claro porque después se pasan el año entero haciendo gimnasia bancaria para no perder el estatus. Son fomes.

Las piscinas públicas, sépanlo todos ustedes, lejos de ser focos de infección y sobajeo submarino, como podría pensar algún escrupuloso santurrón, son inseguras. Por eso que las autoridades comunales prefieren los Juegos de Agua o la asistencia de los bomberos para sofocar la canícula de enero y febrero. Porque a los pobres hay que cuidarlos, sobre todo a los de Cerro Navia, que son tan especiales, es decir, son pobres, pero no son pobres. Además, son tan valiosos. Cada uno de ellos, cumplidos los 18 años, se convierte en un elector. O sea, en un votito. Los pobres tienen que durar para siempre. Sin ellos, los discursos perderían su exaltadora adrenalina política, y las reivindicaciones sociales carecerían de todo sentido, y la carrera política de los últimos descendientes de Treviso, estaría en peligro.

Es lo que hay nomás, poh. Es el verano feliz de la comuna. Es todo lo que merecen los miserables por haber desviado uno que otro voto hacia la oposición. Si algún futuro candidato a algo lo piensa un poco, el verano, mucho más que el dramático invierno, es un tremendo tema sociológico desde el cual se puede construir el más retórico de los discursos, incluso, sería novedoso. Voten por él. No, mejor que no. El Crescente puede enojarse, y los ingentes esfuerzos de su primera campaña tarjetera financiada por las buenas relaciones públicas edilicias, se desplomen. O tal vez, el sabandija ése, el mentado Emiliano, que se pitió la luneta del auto nuevo de mamá, me puede agarrar a peñascazos. O, tal vez don Vito mande a sus gaviotas mejicanas a darme el machetazo final. Lo mejor es pasar piola. No hay que desafiar la paciencia del senador. No vaya a ser cosa que la familia se moleste y uno termine como José Luis Cabezas, aquél reportero gráfico argentino que se metió a investigar a los mafiosos de Buenos Aires, y acabó siendo eliminado. Así es Cerro Navia. Los pobres no son pobres, son felices. Los deshonestos, son honestos. Cerro Navia es un lugar del mundo cuya custodia le fue entregada a una familia italo-francesa. O sea, o te matan las balas de un mafioso siciliano, o te seduce el perfume de una coqueta mujer que se jura alternativa.