D E U N A

Sitio destinado a proponer puntos de vista sobre la contingencia, analizando los acontecimientos que dan forma al diario vivir entre los chilenos.

Friday, October 06, 2006

EL CASO ANTUCO

Platón en Antuco

¿Qué es el alma, sino el alma? El alma es un ente abstracto, libre de las ataduras de la materialidad, alejado de la obligación de nacer para existir y de morir para trascender; el alma sólo es atribuible a una especie del reino animal: la humana. Dado que hasta el momento no se han presentado sobre la faz de la tierra otras especies alegando su tenencia o su conciencia, el alma sigue siendo una particularidad exclusiva de la naturaleza humana. Eso al menos se puede entender por el momento, en lo que va corrido de la llamada civilización humana.

La vida, aquel concepto usado para representar lo que está vivo, es decir, aquello que está sujeto a su propia evolución, suele asociarse, por extensión, al ser humano; sin hacer mayores distingos entre vida animal, vida mineral o vida vegetal. Cuando se habla a priori de vida, se hace desde la perspectiva inclusiva de la vida humana, prescindiendo, de modo conciente o inconsciente, de la vida como tal que incluye a otros reinos. Luego, la vida humana, mediante una fórmula que atraviesa culturas y épocas, no se entiende sino compuesta por dos partes: una material, el cuerpo; otra, inmaterial, el alma. No debe olvidarse que, según sea el marco conceptual utilizado para el respectivo análisis, puede hacerse la distinción entre alma y espíritu, cuestión que complejiza el asunto ad infinitud.

El cuerpo, aquella masa compuesta de musculatura (lisa y estriada), huesos y fluidos –igual como sucede en el resto del reino animal–, procede de una relación entre dos seres vivos de una misma especie y de distinto género. El cuerpo, la materia en propiedad –incluso la materia que da forma al resto de los integrantes del reino animal–, tiene principio y fin; dicha materialidad está sujeta, desde su concepción hasta su muerte, a la obligación de evolucionar. Borges, a propósito de las obligaciones, sostiene que la única que en rigor tiene el ser humano es la de morir. La materia de la que está compuesto el cuerpo, tiene un origen conocido, un momento que puede especificarse con toda lucidez. Tal época es la concepción. Su primer eslabón conocido es la conjunción de dos células, cuestión mediada por un hecho físico que ocurre de manera voluntaria o involuntaria; amorosa o salvaje. Así como se conoce su pulcro origen, también se sabe su destino: la corrupción. La necrosis de los tejidos y la descalcificación de los restos óseos, no hacen sino convertirse en las últimas huellas de lo que alguna vez fue la vida humana en términos materiales. El cuerpo es tal hasta el día que comienza su corrupción; incluso antes, producto de escisiones o mutilaciones, cuando pierde la armonía de su factura originaria. El cuerpo enferma, decae, colapsa, desaparece en las profundidades de las aguas o en las arterias de la tierra. El alma, en cambio, es ingénita e imperecedera, no nace de nada y no muere con nadie –según señala Platón–; es independiente de la existencia del cuerpo que la contiene. El alma supera con mucho la pequeñez de su continente y la complejidad de su fisiología. El tejido conjuntivo de un armenio es idéntico al de un senegalés; los senos de una mujer austriaca en nada difieren de los senos de una argentina; del mismo modo, los seres humanos, independiente de la latitud que habiten, poseen los mismos elementos figurados en su sangre; la microbiología ha desvirtuado la leyenda de que la nobleza estaría dotada de sangre azul. La sangre azul, lejos de la ficción literaria, es una forma de diferenciar la sangre venosa, rica en desechos metabólicos, de la sangre arterial, potente en oxígeno y hemoglobina.

En una senda que apuesta a la homologación genética de la humanidad, los expertos ya han dejado de lado la antigua idea de clasificar a los seres humanos en razas, como se hace con los animales. Hoy, como consecuencia de otros procesos inherentes a los cambios que supusieron dejar atrás la rimbombancia de la modernidad, para dar a paso a la posmodernidad, como la idea globalizadora de concebir al mundo como una “aldea”, ya no se habla de razas humanas que habitan tal o cual territorio, sino de pueblos que se asientan en los más diversos lugares de la tierra, de acuerdo a una determinada cultura, y a sus respectivos intereses. Entonces, si los seres humanos, a diferencia de sus hermanos animales, pese a los siglos que aun restan para difundir el ideario de la especie única, no han podido establecer grandes diferencias constitutivas respecto a su corporalidad, ¿qué hace a unos distintos de otros, incluso, dentro de un mismo pueblo, o de una misma familia?

Hasta aquí se ha sostenido una relación conceptual en paralelo respecto a la materialidad del cuerpo y la inmaterialidad del alma, conciente que en algún momento dichos conceptos, no sólo se cruzarán, sino que se entrelazarán como una cadena de ADN, para siempre, y ni siquiera la muerte podrá romper esa alianza. Entonces, ¿qué, cómo y cuándo se produce esa conjunción territorial? Platón pone en boca de Sócrates esta sentencia: “La ciencia médica tiene, en cierto modo, el mismo carácter que la retórica (…) En ambas hay que analizar una naturaleza: la del cuerpo en la una, la del alma en la otra…” Es aquí donde el alma cobra validez como elemento diferenciador, o como catalizador de las emociones que afectan la vida de las personas. El alma emerge, o desde la ambigüedad más absoluta o, desde las inagotables fuentes del conocimiento humano, o desde la profundidad del amor, y en todos esos casos, desde la belleza que hay tras ellos.

Sócrates habla de dos almas: la humana y la divina. Al hombre le basta con una. El alma es la que nutre de vitalidad al cuerpo, le da vida, lo alimenta, lo hace crecer, lo vuelve trascendente; la ausencia de funciones fisiológicas, como la respiración celular o la mutación de células de la piel, no son más que aquello: funciones. La vida humana requiere de un software instrumentalizado, dotado de ciertos patrones culturales y valóricos establecidos con antelación por otras generaciones. Tal es el alma.

La tragedia de Antuco, acaecida a una compañía de soldados conscriptos del Ejército, atrapados en la nieve de la cordillera de la Octava Región, debería servir para reflexionar respecto a una realidad, que dada su obviedad, pasa desapercibida: la indiferencia que la posmodernidad ha instalado como modo de relación social, no sólo ha conspirado contra la conservación de los valores más profundos de la chilenidad, sino que ha sentado el precedente que el discurso épico ya no tiene más vigencia que la utilizada como recurso publicitario a la hora de convocar las masas en pro de empresas colectivas, como el servicio militar, o el ingreso a las escuelas de la defensa nacional.

Chile: el país que no se ama. Así debería titular una buena crónica que recogiera lo sucedido en Antuco, allá en las cercanías de la Laguna del Laja. Pero, no sólo eso, sino, además, abrir una discusión en torno a cómo se ha manejado dicho acontecimiento. No obstante, dado que la crisis desatada a partir de estos hechos aun se encuentra en plena ebullición, tal vez no sea el momento oportuno para evacuar sentencias, sin embargo, de manera espontánea, surge en la ciudadanía (no toda, por cierto) un cúmulo de interrogantes, que, tarde o temprano, terminan hallando en sus respectivas respuestas las explicaciones pertinentes.

Por lo anterior, bajo esta premisa, es dable levantar la tesis que, por un lado, la tragedia ha tenido (a estas alturas) dos momentos comunicacionales bien definidos (y un tercero si se quiere): uno, la primera reacción del Ejército, una vez difundida la noticia en los medios sobre la desaparición de los primeros cinco reclutas, fue salir a calificar la tragedia como un hecho accidental, es decir, no hubo un inmediato reconocimiento institucional en sentido estricto, esto es, no se manifestó la intención de asumir la responsabilidad; por el contrario, miembros del Departamento de Comunicaciones de la propia institución castrense, mostraron a los medios de comunicación la indumentaria “con la que estaban vestidos los soldados al momento del accidente”, en circunstancias que los mismos medios habían mostrado fotografías de los primeros sobrevivientes, ataviados de una indumentaria para media montaña, y no para alturas como la del volcán Antuco; dos: al día siguiente, el propio Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre (CJE, de aquí en adelante), voló hasta la ciudad de Los Ángeles, sede del Regimiento Nº 17, al que pertenecían las víctimas, para hacerse cargo de la situación, asumiendo de este modo la relación con la prensa y estableciendo un mecanismo de cercanía con los familiares de los desaparecidos (una especie no institucionalizada de Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, que más adelante se explicitará), para, desde allí, erigirse como el héroe que vino desde la capital a rescatar a las víctimas de un naufragio en la montaña, ya que, “cuando se intenta una empresa hermosa –dice Platón– es hermoso sufrir todo lo que se tenga que sufrir”.

Estos dos momentos comunicacionales denotan, sin forzar mucho el análisis, la intención manifiesta de instalar un discurso retórico. “¿No es verdad que, en resumidas cuentas, la retórica sería un cierto arte de conducir las almas mediante discursos, no sólo en tribunales y demás reuniones públicas, sino también en las particulares, tanto sobre asuntos grandes como sobre pequeños, y cuyo empleo justo en nada sería más honorable cuando se aplicara a asuntos serios que cuando se aplicara a asuntos sin importancia?”, se pregunta Sócrates. La retórica que permita explicar lo inexplicable (la falta de preocupación por dotar a los soldados de mejores condiciones de vestuario y traslado, además de la marcada diferenciación social, pues, es evidente que entre las víctimas no hay sino soldados conscriptos, “perraje”, “carne de cañón”, como suele decirse), y sacar lo antes posible a la institución de los titulares de la prensa y de ubicarla al lado de las víctimas, con el propósito de evitar el juicio público y el consiguiente (aumento de) desprestigio institucional.

“¿En cuáles somos entonces más susceptibles de ser engañados, y en cuáles tiene más fuerza la retórica?”, pregunta Sócrates a Fedro; y éste responde: “Es evidente que en aquellas en que hay vaguedad”. Sócrates replica: “… el que se propone adquirir el arte de la retórica debe en primer lugar tener hecha una división metódica de estas cosas, y haber recogido ciertas características de ambas clases de cuestiones: aquélla en la cual la multitud (opinión pública en el caso Antuco) tiene necesariamente ideas vagas y aquellas en que no”. “Es claro (que) cualquier otro que enseñe en serio el arte de la retórica, en primer lugar, descubrirá y hará ver el alma con toda exactitud: si es una (la chilena, por ejemplo) y homogénea por naturaleza (Chile es un país arrinconado en el fin del mundo), o, como el cuerpo, multiforme; a esto, en efecto, es a lo que llamamos mostrar su naturaleza”. (Su carácter, su idiosincrasia, en el caso chileno). “En segundo lugar, deberá mostrar qué es lo que la hace naturalmente producir algo, y qué, o padecer, y por efecto de qué”. “Y en tercer lugar, por fin, después de haber clasificado los géneros de discursos y de almas, adaptándolos cada uno al suyo correspondiente, enseñará por qué causa un alma, de tal naturaleza determinada, es necesariamente persuadida por discursos de tal naturaleza, y otra no lo es”. (El CJE propone dos discursos: uno, para la prensa, para su audiencia; otro, para los familiares. Ambos ocurren en escenarios diferentes. Aquél, en la montaña o en alguna dependencia del regimiento, éste, en la “intimidad” del gimnasio).

En este sentido, el CJE ha jugado un rol protagónico. De ahora en adelante, este breve ensayo pretende relacionar la figura y la conducta del CJE, con la obra de Platón (Fedro), en tanto orador, en tanto autoridad (de algún modo ratificada por el gobierno), que surge en medio de la crisis, no para resolverla (porque, aunque se siente imbuido de un mesianismo, él, en efecto, no es Cristo para resucitar Lázaros), sino, para conducirla, sin perder el rumbo, sin dejar de ver al frente su objetivo ulterior: salvar a la institución (porque las personas pasan y la instituciones quedan; bien lo sabe él, que está a punto del retiro).

Platón habla de la belleza que hay en el fondo de la verdad, (no una belleza de las apariencias ni las similitudes); del alma, como motor de la inteligencia humana; de la justicia que los hombres pueden reclamar para restituir su felicidad; de la impronta discursiva, de la necesaria dialéctica para operar la razón; de la divinidad para explicar lo metahumano (¿acaso Platón era agnóstico al declarar su incompetencia para explorar el territorio divino); de lo trascendente y de lo perecible, de lo que supera la presencia del hombre en la tierra y de lo que lo obliga (Borges) a partir; del amor y del desamor. ¿Acaso el CJE no articula “su” verdad a través de un discurso retórico (eso sí, sin un Fedro inteligente y curioso al frente) tendiente a repartir justicia aylwiniana (en la medida de lo posible) que pretende establecer una sola mirada que conforme a esa masa amorfa llamada pueblo (iletrado, pero capaz de destruirlo en la medida que él le permita constituirse como fuerza organizada), que anda en los medios nacionales y en las gélidas calles angelinas lloriqueando por unos muchachos que el viento blanco se llevó? ¿Qué hace el CJE –en los últimos días– instalando una imagen de la virgen en el lugar de la tragedia? ¿Es que ya todo terminó y se selló con las lapidarias palabras del Presidente: “Estos jóvenes soldados, son héroes de la paz”? “La vista es, en efecto, la más aguda de las sensaciones que nos vienen por medio del cuerpo, pero no ve el pensamiento”, sentencia Sócrates. Las cosas entran por la vista, cree el pueblo. El CJE y el gobierno lo saben desde siempre. ¿Pretende el CJE pasar a la historia y que lo recuerden como un general que amaba tanto a sus soldados, que incluso, vistió a uno de ellos –una vez hallado su cadáver– con sus propias ropas (incluidos sus calzoncillos) y su medalla de guerrero? ¿En qué se diferencias las lágrimas del CJE a los pies del Antuco, de las de Sandra O’Rayan, en Pirque?

Es que la vida posmoderna no puede prescindir de su modo de ser: voyeurista, hedonista, narcisista, individualista. Hace dos mil quinientos años, ya Platón, sin imaginarlo siquiera, decoraba con sus premonitorios conocimientos el escenario donde los actuales hombres exhiben sus vanidades, y lo hacía desde una incomprensible homosexualidad, desde una simpleza-compleja, desde una ciudad muy diferente a la actual, desde su mentor y sus amigos, desde el alma.

Los cuerpos sepultados en la nieve han servido para despertar la porción dormida del alma nacional, aquella parte que se resiste a la desgracia de su sino y que intenta rescatar la verdad, aun en medio de las tinieblas, a riesgo de sucumbir en su búsqueda. Ya se ha mencionado a Platón como predecesor en el propósito de conceptualizar el alma como motor de la vida humana, pero también como un afanado que ve en una misma senda y en igual sentido, al alma como la inspiradora, fundadora y articuladora de la belleza humana, en tanto ésta tiene su fundamento en la verdad y no en las apariencias. Platón busca una para llegar a la otra; de la misma manera, ve en el amor, la belleza.

“Tú, pues, recuerda lo que te he dicho y ten presente que a los que aman (EL CJE ama a sus soldaditos verdeoliva congelados en la nieve) los reprenden sus amigos por juzgar que esa práctica es mala (medio mundo se ha mofado por el episodio que el propio CJE relató sobre sus calzoncillos con los que vistió el cuerpo de un soldado muerto), mientras que a los que no aman ninguno de sus parientes los censuró jamás creyendo que con esas relaciones desatendían sus propios intereses”. (He aquí la figura del ministro de Defensa, quien apenas se presentó en el escenario de la tragedia, monitoreando la situación desde su apoltronada oficinita de fin de temporada).

Sócrates afirma que “puesto que la función propia de la oratoria consiste precisamente en conducir las almas, el que se propone llegar a ser un orador tiene que saber necesariamente cuántas formas tiene el alma”, pues hay en tal cantidad y de infinitas formas como tipos de personalidades sobre la faz de la tierra, y de discursos para articular la convivencia entre los hombres, que, por un lado, aquéllos terminan, tarde o temprano, siendo seducidos por ésta, y a la vez, convertidos en sus mandantes. Por eso es que “cuando se puede decir satisfactoriamente qué clase de hombre es persuadido por cada clase de discursos, y , al encontrarlo, se es capaz de ver claro en él y de indicarse a sí mismo: “Este es el hombre y ésta la naturaleza a la que (presencia del CJE en la zona de la tragedia) se referían aquellas lecciones (de la escuela de retórica), que ahora se halla realmente delante de mí, y se le deben aplicar estos discursos determinados de este modo determinado, para conseguir persuadirle de estas cosas determinadas”; cuando, repito, se posee ya todo esto, y se conocen además las oportunidades de hablar y de abstenerse de hacerlo (qué mejor indicio de esta reflexión que cuando el CJE se hace cargo de la relación con la prensa), cuando, a su vez, se sabe discernir la oportunidad o importunidad del empleo del estilo conciso (escueta información entregada por el CJE), del estilo lastimero (llanto en cámara del CJE, arenga a los supervivientes), de la indignación vehemente (frente a los “instigadores que andan diciendo que en el gimnasio tenemos tantos muertos”, CJE), y de cada una de las formas de discursos que se aprendieron (en la Escuela Militar), entonces es cuando en toda su belleza y perfección se ha consumado el arte oratoria; antes no”. ¡Qué duda cabe! “Es evidente (…) que todo el que enseñe técnicamente a otro la elocuencia, deberá mostrar con exactitud el ser de la naturaleza de aquello a lo cual va a aplicar los discursos. Y esto será sin duda el alma”. Es decir, quién sino el ejército nacional puede conocer mejor el alma de su pueblo; ahí está el discurso de lo épico instalado en las perpetuas recordaciones de las gestas (más derrotas que triunfos) que relatan los cronistas, los historiadores que ven en el brillo de los sables de antaño la luz que guía su andar por la historiografía.

El CJE se apodera de la verdad (o lo intenta), la estatuye porque conoce su sentido y alcance; la monopoliza porque sabe que “el que conoce la verdad puede, jugando con las palabras, extraviar a los oyentes”, afirma Platón en Fedro. Y, su Alter Ego, Sócrates, ahonda en el tema de la verdad, la sigue, está en búsqueda de la belleza que hay en su esencia. “¿No es verdad que para que una cosa esté bien dicha, la inteligencia del que habla debe conocer la verdad sobre aquello acerca de lo cual va a hablar? (…) el que tiene la intención de ser orador no necesita aprender lo que en realidad es justo, sino lo que parece justo a la multitud (la opinión pública), que es precisamente la que juzgará; ni lo realmente bueno o hermoso, sino lo que parece; porque es la apariencia la que produce la persuasión, no la verdad”. “Verdad: (es) la realidad que verdaderamente es, sin color, sin forma, impalpable, que sólo puede ser contemplada por la inteligencia, piloto del alma…”. Téngase presente que su ulterior propósito no es la búsqueda de la verdad, sino “salvar” a la institución; de modo que cualquier cosa que se parezca a la verdad sirve a ese fin. “Cuando el retórico, ignorando lo bueno y lo malo y enfrentándose con una ciudad (Los Ángeles) en esas mismas condiciones, la persuade, no de que hace el elogio del caballo cuando trata en realidad de la “sombra del asno”, sino de que el mal es un bien (los conscriptos son héroes de la paz), y, después de estudiar las opiniones de la multitud, persuade a ésta de que haga el mal en lugar del bien, ¿qué clase de fruto crees tú (Fedro) que, después de eso, recogerá de lo que sembró?”. Sin duda el CJE se halla en medio de esta controversia. Su propia credibilidad, su futuro, ¿acaso no han resultado hipotecados? “Mientras no se conozca la verdad sobra cada una de las cosas acerca de las cuales se habla o escribe, mientras no se sea capaz de definir cada cosa por sí misma, y una vez definida, se sepa dividirla de nuevo por especies hasta lo indivisible, y se pueda discernir de este modo la naturaleza del alma, y descubrir la especie de discurso que se adapta a cada una para establecer y ordenar el discurso y presentar al alma abigarrada discursos también abigarrados que armonicen con todo, y discursos sencillos al alma sencilla, no será posible manejar con arte, en la medida en que su naturaleza lo permite, el arte oratoria, ni para enseñar, ni para persuadir…”

A estas alturas, a nadie le cabe dudas que, por un lado, junto al primer soldado muerto, otros cuarenta y cuatro corrieron la misma suerte que él, en el mismo lugar y a la misma hora; y por otro, que fueron hallados de la misma forma. Es decir, con el fin de evitar un impacto comunicacional más terrible aun, “la carne” fue sacada de a poco del congelador. El asunto es tan dantesco, que la única analogía posible para connotarlo, pasa por el ejemplo de ir sacando poco a poco del congelador la carne para el mes. Muchos cadáveres, muchos ataúdes, mucho llanto, mucha rabia, mucha desesperación y una enorme crisis que se vuelve inmanejable. El CJE no ha hecho sino lo que el propio Sócrates le comenta a Fedro: “Que (ni aun) los hechos deben exponerse en ocasiones, si no se han realizado de un modo verosímil, sino sólo las verosimilitudes, tanto en la acusación como en la defensa”. De este modo, la actitud asumida por el CJE hasta posee una rasgo de racionalidad institucional. Mientras más dilata y menos espectacular resulte la entrega de información, la propia pena de los afectados acabará relativizada en (por) los medios de comunicación.

¿Cómo se relaciona el CJE con los familiares en el lugar de la tragedia? He aquí un tema pendiente. La tragedia de Antuco se proyecta hacia lo social en dos sentidos: uno, para quienes durante la dictadura de Pinochet estuvieron de su lado, ésta no tiene otra connotación que la dada desde el periodismo informativo, esto es, se trata de un hecho, de un suceso, de un accidente, y en último caso, de una “desgracia”, que puede ser tratada, por qué no decirlo, desde la infalible filosofía informativa de la pirámide invertida; dos, para quienes estuvieron en la trinchera de enfrente y que saldaron la época con una dolorosa historia de detenidos y desaparecidos, “la desgracia” de estos conscriptos tiene una doble lectura, que va desde la propia conmoción empática, que se detiene en la venganza insana de la mentada justicia divina de que tarde o temprano el malo recibe un poco de su propia medicina, hasta el espanto de presenciar en televisión cómo el CJE se confabula con los mismos medios (quienes no denuncian la situación, pese a lo evidente) y con su alto mando, para hacer aparecer de a uno a sus soldaditos enterrados en un trayecto demasiado conocido, como para hallar una aguja en un pajar.

¿Qué respondería Platón frente al caso Antuco: “…si un hombre débil, pero valiente (los familiares), que ha golpeado a otro, fuerte y cobarde (el CJE, léase en este caso, Ejército de Chile) y le ha quitado el manto u otra cosa cualquiera (su apoyo, su credibilidad), es conducido a los tribunales (justicia militar, con ministro en visita de por medio), ni el uno ni el otro deberá decir la verdad (silencio cómplice mediado por la entrega condicional de indemnizaciones); sino que el cobarde deberá decir que no ha sido golpeado por el valiente solo (el CJE dirá que el Ejército no sólo ha sido golpeado por la rabia de los familiares, sino que éstos se han hecho acompañar en sus sentimientos por el repudio de la sociedad, y que ha sido también ésta, la que lo ha golpeado con más fuerza); y éste, replicar por una parte que ambos estaban solos (de hecho nadie más que los familiares saben que sus hijos ingresan a la milicia, es una relación bastante privada), y, por otra, recurrir al conocido argumento: “¿cómo iba a atacar un hombre como yo a un hombre como él?”. Aquél, a su vez, no confesará entonces ciertamente su propia cobardía, sino que intentará decir alguna otra mentira para replicar a la parte adversa”.

Hasta hoy la opinión pública aguarda por una explicación. Nunca la habrá. Chile es el país de los consensos y de los empates morales. Ahora que el viento blanco ya no sopla tan fuerte en Antuco, y la atención periodística volvió a volcarse sobre su Alter Ego (la ciudad de Santiago y su devenir), y la pena de los padres se ha ido suavizando al calor de un fuego encendido con el dinero de sus muertos, es muy probable que las banderillas enterradas en la nieve para señalar cada uno de los cinco cuerpos restantes, comiencen a desaparecer, a hundirse en su propia vergüenza, a ocultar su propia “verdad”, para, así, sumar un nuevo capítulo a la impresentable historia de desapariciones forzadas de personas, cuya única debilidad fue amar una patria que, no sólo no se ama a sí misma, sino que, no ama a su pueblo.



BIBLIOGRAFÍA:

Platón FEDRO, Ediciones EUDEBA, Buenos Aires, 1955


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